
Cada día, el mundo nos va cargando de elementos pesados que se van acumulando en nuestro ser al punto de perder la perspectiva de nuestros sueños y alejarnos de nuestros objetivos; pero hay un momento para despertar, levantarse, perder el miedo, cerrar nuestro tiempo luto, liberar nuestro espíritu, volver a sentir y comenzar a correr hacia lo que más queremos. Y es así que, después de algunos meses de acontecimientos fortuitos y muchos intentos de un caminante por liberar aquel peso adherido a su ser, llegó una oportunidad inesperadamente grata, para liberarse de todas aquellas cargas acumuladas, al tener contacto con el mar.


Viajar es vivir sin los límites que la razón ha impuesto; es moverse en el espacio de un lugar a otro; es escalar una montaña muy alta rodeada del mar; es cerrar los ojos hasta que la fuerza del viento se lleve todos los miedos muy lejos; es gritar muy fuerte hacia el mar desde la montaña hasta que la voz se apague en el infinito; es descender de la montaña entre deslizando y resbalando entre las rocas; es caminar descalzo en el agua fría del mar sintiendo el contacto con la arena y el agua; es despojarse de toda vestimenta, entrar en el agua fría del mar y nadar hasta dejarse llevar por las olas que se fusionan con el cuerpo del caminante en un instante que liberó todo su ser. Pues, sólo el mar, donde seguramente la vida comenzó, con toda su energía tiene el don de reanimar el espíritu de cualquier ser.
Es cierto que cada día es una oportunidad en estos tiempos, y un día, al igual que el caminante, quizás podamos entender en su verdadera dimensión el viaje que implica la vida y comprender que cada elemento, cada personaje, cada tiempo y cada circunstancia de nuestra historia tuvo un objetivo predeterminado o predestinado por un ente superior que indiscutiblemente programó nuestro viaje extraordinario hasta hacer de este una aventura.
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